Para Elisa – cuarta parte

Elisa quiso dejarle el café y el bizcocho y marcharse inmediatamente, pero el mendigo se incorporó y le hizo un sitio en el banco invitándole a que se sentara. Le pareció de mala educación no acceder y se sentó a cierta distancia de él. Tras cruzar algunas palabras, le alivió comprobar que no se encontraba demasiado ebrio y que podía interactuar con normalidad. Al principio se sintió un poco incómoda. Las personas que pasaban cerca les dirigían miradas de extrañeza. Imaginó la estampa que debían componer desde fuera y le resultó algo embarazosa. El mendigo le contó que se llamaba Mario, que era natural de Toledo y que vivía en la calle desde hacía algunos años. Para sorpresa de Elisa, Mario era un hombre educado que se expresaba con corrección en todo momento. El hombre le agradeció amablemente el gesto que había tenido la chica al llevarle el café y el trozo de bizcocho. Después de un rato de charla, Elisa se fue relajando y dejó de prestar atención a las miradas curiosas de las personas que paseaban por el parque. Perla, por su parte, miraba como hipnotizada el bizcocho mientras Mario se lo llevaba a la boca. En ese momento apareció el chico moreno que tanto le gustaba a Elisa. Le había dirigido una sonrisa de rubor tan solo unos días atrás, en aquel mismo parque. Iba paseando a su perrito y cuando Perla lo vio, se fue veloz hacia él meneando alegre el rabo. Fue precisamente el tirón de la correa lo que alertó a Elisa y al levantar la vista y ver la expresión del chico, deseó que se abriera un agujero en la tierra, al pie del banco y que la engullera de inmediato. ¡Qué corte, tenía que pasar justo ahora! —pensó. El chico se acercó para que su perro y Perla pudieran olfatearse mutuamente. Elisa creyó intuir que al muchacho también le resultaba algo desconcertante la imagen que componían ella y el mendigo merendando en un banco del parque. Procuró aparentar normalidad componiendo una sonrisa que resultó bastante falsa y crispada. Ahora pensará que soy una pirada que vive sola con la perra y dos gatos —se dijo para sí.

 

Aquella misma noche tuvo un sueño perturbador; volvía del trabajo y cuando llegaba a casa se encontraba una nota en la puerta que decía lo siguiente:

 

Hija, nos hemos ido a vivir a otra ciudad. No intentes dar con nosotros, nos hemos cambiado los nombres… También hemos cambiado la cerradura. La casa la va a ocupar tu prima Esther, que viene de Ciudad Real a estudiar una carrera. Lo hemos hecho por tu bien, porque ya tienes una edad y queremos que seas independiente. Algún día nos lo agradecerás.

 

Te quieren papá y mamá.

 

Entonces se iba angustiada a casa de su abuela Mercedes. A través de la puerta, la mujer le decía que no podía hacer nada porque Carmen, la madre de Elisa, se lo había prohibido ex profeso. Aunque no podía dejarle entrar, su abuela entreabría un poco la puerta y le pasaba un trozo de bizcocho mientras le decía: “toma hija, para que no pases hambre”. Después, Elisa se dirigía al parque buscando a Mario, pues no tenía a nadie más a quien acudir. Él, amablemente, le decía que no se preocupara, que tenía cartones de sobra para los dos y que podía compartir su banco con ella durante la noche. Entonces se veía durmiendo con el mendigo y cubierta de cartones. Los pies de Mario sobresalían por debajo. Llevaba los calcetines rotos, que revelaban varios dedos. Después había un salto de tiempo en el que iba a la oficina, como cada mañana, a trabajar. Según iba pasando junto a las mesas de sus compañeros, le dirigían miradas de asombro y Elisa no sabía el por qué. Cuando se metía en el baño de la oficina, descubría con horror que iba vestida como una mendiga, con ropa harapienta y el pelo sucio. Al abrir la boca en una mueca de sorpresa, se horrorizaba aún más al comprobar que, para colmo, le faltaban un par de dientes. En ese preciso instante despertó sobresaltada. Al darse cuenta de que solo había sido una pesadilla, emitió una risa nerviosa bajo las sábanas.

 

A la mañana siguiente, se encontraba en el office charlando con Nuria, una compañera de recursos humanos. Aunque no pertenecían al mismo departamento, solían enviarse un correo a media mañana para escaparse a tomar un café y coincidir. Elisa se sentía cómoda hablando con Nuria. Le gustaba de ella sobretodo su espontaneidad y naturalidad. No llevaban más de cinco minutos hablando cuando entró Maite. Se sirvió un café y se sentó a la mesa con ellas, sumándose a la conversación sin haber sido invitada. Elisa ya estaba anticipando el momento que tanto fastidio le provocaba: Maite comenzaría a hablar de todas las cosas interesantes a las que había dedicado el fin de semana y después, con su falsa condescendencia habitual, les preguntaría a ellas acerca de lo mismo. Y así fue; después de relatar que había hecho una escapada a una casa rural con su familia, que resultó algo frustrante, pues no reunía las condiciones esperadas, formuló la pregunta.

 

                —¿Y vuestro fin de semana? Espero que algo mejor que el mío.

                —Yo fui a hacer la compra con mi chico al súper y el domingo estuvimos poniendo las cortinas en el cuarto de estar. Así que un fin de semana de lo más emocionante —dijo Nuria con el gracejo que la caracterizaba.

                —¿Y tú, Eli? —preguntó Maite mientras la miraba expectante.

                —Ah, pues… —se quedó unos segundos mirándolas a ambas sin saber bien qué decir. La expectación de Maite parecía ir en aumento, pues sus ojos parecían agrandarse por momentos—. La verdad es que el sábado estuve vagueando. El domingo… ¿qué hice el domingo…? …¡Sí! Comí en casa de mi abuela y por la tarde estuve merendando con un mendigo muy simpático en un banco del parque.

 

Sonaron con tal naturalidad las palabras que la propia Elisa se sorprendió cuando salieron de su boca. Casi le pareció que las hubiera pronunciado otra persona. Nuria y Maite la miraron boquiabiertas y durante un momento se hizo un silencio algo incómodo. Entonces Maite soltó una carcajada de golpe, convencida de que se había tratado de una broma. Al darse cuenta de que ninguna de sus compañeras la secundaba, se reprimió enseguida y mudó el rostro.

 

                —Ah, que es verdad —dijo tratando de aparentar normalidad y de que no se descompusiera su ya de por sí forzada sonrisa.

                —Si, es un mendigo que vive en el parque, cerca de casa de mis padres. Es muy agradable… aunque huele un poco mal, claro —continuó Elisa pensativa—. Tomamos café y un poco del bizcocho que hace mi abuela.

                —¡Es estupendo que hagas obras de caridad, Eli! —dijo Maite casi eufórica y ya con la sonrisa totalmente crispada—. Bueno, os dejo, que estoy hasta arriba de trabajo.

 

Cuando Maite salió por la puerta del office, Nuria estalló en carcajadas. Intentó sofocarlas subiéndose a duras penas el cuello de su jersey por encima de la nariz.

 

                —¡Qué cara ha puesto! ¿Te has fijado? Se ha quedado loca.

                —¡Sí, pero es que es verdad, además! —respondió Elisa entre risas.

                —Ha sido buenísimo… Se lo tiene merecido por metomentodo.

 

Elisa volvió a su escritorio sintiendo tanta satisfacción que se podría haber puesto a bailar en mitad de la oficina. La sonrisa que se dibujaba en su rostro le duró toda la mañana.

 

 

                Continuará…

 

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